domingo, 23 de enero de 2011

Recuerdos de mi abuelo


Mi abuelo Matías, como todo buen abuelo, fue una persona que, ante todo, concedió a sus nietos infinidad de caprichos que nunca habría permitido a sus propios hijos. Desde pequeños nos inculcó en el arte del buen comer, esto es, atiborrándonos de dulces y frutos secos y chocolates ante la grave mirada de nuestra abuela que, asustada, nos amenazaba con un futuro temible dolor de barriga en caso de seguir así. Nos transmitió el arte de la música clásica hasta tal punto de que se han convertido, para mí, en dos elementos inseparables -- no puedo escuchar a, digamos, Tchaikovsky o Chopin sin pensar en él. Su casa estaba llena de CDs y vinilos y cables y artilugios de alta fidelidad; la casa, en el barrio madrileño de Aluche, respiraba música por todos sus rincones polvorientos. Nos ponía películas los fines de semana (grabadas en cintas Betamax directo de Televisión Española) como Superman, Fantasía, Indiana Jones o las de James Bond con Roger Moore, cosa que a mi padre no le hacía tanta gracia por sus frecuentes escenas subiditas de tono. Nos llevaba al parque de atracciones y al cine cada dos por tres y nos compraba juguetes como los del Capitán Planeta o el Vengador Tóxico. En resumen, nos trataba como a reyes a mis hermanos y a mí – ir a casa de mis abuelos paternos los sábados era una aventura, siempre a la espera de descubrir algo nuevo que aprender de mi abuelo.

Matías era una persona con aficiones que han pasado de generación en generación. La fotografía y la música le apasionaban; de no ser por él, mi casa no sería el escenario musical que suele ser todos los días, con cada hermano tocando el violín o el piano o la guitarra a todas horas, o simplemente poniendo música en el iPod a todo volumen, haciendo que mi madre se vuelva loca. Hacía fotos en todo momento, siempre armado con su fiel cámara Nikon. No era una persona que leyese mucho, pues su esencia se encontraba en lo práctico e inmediato. Casi todos los días se iba al Auditorio Nacional, solo o acompañado de mi abuela, a oír un concierto.

El día que Matías murió, una de mis hermanas, que no tendría más de 6 años, irrumpió en mi cuarto, donde dormía con mi hermano pequeño. Nos despertó a los dos entre sollozos y, con la puerta media abierta y la voz entrecortada, lloró ‘Matías se ha muerto’ y se fue corriendo por el pasillo enmoquetado. Por entonces vivíamos en Inglaterra, y la noticia venida desde España en la distancia la teñía de más dolorosa aún. Mi hermano y yo nos miramos fugazmente y nos giramos sobre las camas, mudos por completo.

Esa misma tarde, contaría mi madre años después, mi hermana estaba en el jardín lanzando papeles al aire con palabras escritas, entre la impotencia y las lágrimas. Decía que quería que llegasen al cielo para que Matías los pudiese leer, pero que siempre se caían.

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