lunes, 31 de enero de 2011

¿Basado en una historia real?



Reproduzco aquí, aun sin su permiso explícito, el último post del blog de mi hermano -- creo que merece la pena:

La red social me gustó mucho. Gran guión con grandes diálogos. Actuaciones sorprendentes de un prometedor elenco de actores jóvenes. Una banda sonora austera pero acertada. Muy buena fotografía, en especial en la escena de la regata. Y a pesar de todo esto, había algún aspecto de la película que chirriaba en mi mente.

Tras meditarlo e informarme, di con que causaba esa desazón. La red social es una historia verdadera contada a base de mentiras. Cabe entender que al condensar la realidad en una película de dos horas el guionista se tome ciertas licencias, para que la historia fluya de manera cohesiva y suscitando el interés del público. Pero en este proceso de adaptación, resulta interesante como mantenerse fiel a la realidad no está entre sus prioridades. Si esto sucede, ¿es porque la historia no era muy interesante tal y como pasó? En ese caso, ¿procede añadirle ingredientes ficticios para dar lugar a un buen guión, aunque los nuevos ingredientes se acerquen peligrosamente a la calumnia?

El Mark Zuckerberg de la película es un inepto social, impertinente y mal amigo. El de la realidad parece ser más bien un altruista visionario, una especie de versión actualizada del sueño americano. Quizá todas estas facetas de Zuckerberg estén ahí en mayor o menor medida, pero los recursos maniqueístas empleados en el guión resaltan solo su lado más polémico, evidentemente, el lado que más vende en taquilla. No me entiendan mal, yo no iría a ver una película sobre las infinitas horas que Zuckerberg se pasó programando solo ante su portátil, por muy genio que sea. Aristóteles ya lo decía en su Poética: el público quiere ver drama, conflicto. Pero, Aristóteles, ¿y si no hay conflicto en una historia verdadera? Pues te lo inventas, parece ser.

Por supuesto que esto no es algo que haya surgido con La red social. El bueno de Salieri es para muchos el compositor frustrado que mató a Mozart. En la realidad, no hay nada que pueda constatar semejante afirmación. Pero en Amadeus, de Milos Forman, así figura, y eso cala en la mente del público. ¿Se retorcerá Salieri en su tumba? Probablemente a estas alturas no le importe demasiado, pero no deja de ser una injusticia.

Pero si nos ponemos así, habría que decirle a Shakespeare: “Sir William, te has inventado gran parte de las vidas de Julio César y Enrique V, y lo sabes. Y el discurso de San Crispín… ¿Acaso estuviste ahí?”

Como vemos, no es nada nuevo manipular la realidad para servir algún propósito narrativo. Y el público lo acepta… aunque no siempre. Saco a colación el caso de El Patriota, a mi gusto una gran película de época ambientada en la guerra de la independencia estadounidense. Pues bien, esta película recibió duros varapalos por la crítica y el público por ser poco fiel a los acontecimientos de la realidad… Era una película de Ronald Emmerich, el hombre que nos regaló Soldado Universal, Independence day y Godzilla, entre otras. ¿Y el público de repente le exige rigor? Son reacciones cuanto menos arbitrarias, porque Tarantino se carga a Hitler en un cine regentado por judíos y a nadie le parece raro…

Pero me desvío. Los acontecimientos de La red social no pasaron hace varios siglos. Las sesiones con los abogados que muestra la película ocurrieron en la realidad en 2008. Por esto se me antoja más delicado el proceso de adaptación. Son sucesos muy recientes. Desde luego al imperio de Facebook no le ha venido mal la publicidad, ni su valor se ha visto mermado. Sencillamente, resulta violento que cojan temas personales delicados como el hundimiento de una amistad o un noviazgo, los manipulen, y conviertan en productos comerciales de palomitas para el deleite de millones de espectadores. Y sigo sosteniendo que el resultado es intachable. Pero… chirría.

Aaron Sorkin basó su guión de La red social en el libro de Ben Mezrich, The accidental billionaires. Y el director David Fincher una y otra vez dijo que él quería, ante todo, contar una buena historia. Al ser el guión una adaptación de un libro en vez de directamente de la realidad, y al hacer sabida la intención prioritaria de Fincher, parece que hay cierto margen para lavarse las manos de cara a las injurias en que se pueda incurrir en la narración. A pesar de esto, es relevante destacar que David Fincher prohibió a sus actores conocer a sus personajes en la realidad mientras estuviese teniendo lugar la filmación. ¿Sería consciente de que no estar haciendo justicia a la realidad?

Entiendo las pocas ganas de desaprovechar la trama de este millonario precoz, pero hay maneras de inspirarse en la realidad para contar una historia "ficticia". Hablo del caso de Ciudadano Kane, de Orson Welles, que supo hacer de este largometraje un dardo envenenado apuntado a William Randolph Hearst. Welles en ningún momento menciona siquiera el nombre del magnate de la prensa sensacionalista. Claro que hay que ser Welles para que esto dé buen resultado…

Después de esta divagación, me calma ver que la polémica de La red social no pasara a mayores. Sería muy cutre ver a Zuckerberg intentar sacar tajada por indemnizaciones. Pero lejos de esto, el tipo incluso se tomó tanta calumnia con humor. Me sorprendió gratamente ver al mismísimo Mark Zuckerberg en Saturday Night Live hacer parodia de sí mismo. Algunos lo pueden ver como una forma de expiación por los actos reprobables que la película de Fincher mostró al mundo. Pero no creo que vayan por ahí los tiros. Zuckerberg sí dijo lo siguiente al respecto de La red social: “Hacemos productos que 500 millones de personas utilizan; que 5 millones vean la película no importa realmente”.

http://www.intereconomia.com/blog/cuarta-pared/basado-historia-real-20110131

viernes, 28 de enero de 2011

Black Swan, o en búsqueda de la identidad



Black Swan ha dado mucho que hablar, y con razón. No es una película fácil de digerir y, conforme pasa el tiempo, más y más pienso en ella. Huye de la descripción fácil y quizá no sea para todos los gustos, pero, en cualquier caso, se trata de una gran película. Se podrá hablar de sus raíces freudianas, de su estética de arte y ensayo y de su simbolismo recurrente; lo que importa es que de manera directa Black Swan aterra y sorprende.

A veces me recordó a mi película preferida: Persona, de Ingmar Bergman. En parte porque ambas comparten a dos protagonistas femeninas antagónicas y bellísimas (Portman y Mila Kunis aquí; Bibi Andersson y Liv Ulhman en aquella); las dos películas son profundamente psicológicas y abiertas; y porque en torno al final las identidades respectivas se confunden y se desdibujan -- no todo queda claro. Al mismo tiempo, las dos giran en torno a un elemento sexual subyacente, ambiguo y 'liberador' en cierto sentido.

Como eje central se encuentra la brillante actuación de Natalie Portman en el papel de Nina, ballerina en búsqueda de la perfección -- e inconsciente del riesgo que ello acarrea. Portman cautiva en todo momento, mediante una mezcla de ingenua fragilidad y neurosis de ojos abiertos de par en par. Su descenso a los infiernos -- artísticos y emocionales -- es totalmente convincente.

Darren Arronofsky, director de la película, combina destreza cinematográfica con audacia narrativa, recordando a veces a lo mejor de Kubrick. Black Swan es una película intensa y peculiar, melodramática e imbuida de terror psicológico. En último término, está llena de elementos extremos y a priori irreconciliables: se caracteriza en ocasiones por lo visceral de sus imágenes, pero también por su lirismo (la misma primera escena, por ejemplo; la caída final, etc), gracias a una fotografía y montaje vertiginosos. La última media hora, que nada tiene que envidiar a la peor de las pesadillas, culmina en un clímax digno de una tragedia griega: el destino de Nina parecía estar definido desde el principio de manera inevitable.


domingo, 23 de enero de 2011

Poema de mañana de un domingo de hambre


Sólo me quedan cuentos y unas cuantas nubes de mendigo

Ni veranos imposibles con ficciones y diálogos de azul

Ni travesías adormecidas con planas visiones de autobús

Todo ya caduco y quieto, el tiempo debe ser a quien persigo

Mientras miro a aquel niño en el muelle de la eternidad

Solo y silencioso, con un puñado de lluvia en su mochila

Anhelando esa estrella que aparece y el viento mutila

Cazando sueños con la escopeta robada de un abad

Recuerdos de mi abuelo


Mi abuelo Matías, como todo buen abuelo, fue una persona que, ante todo, concedió a sus nietos infinidad de caprichos que nunca habría permitido a sus propios hijos. Desde pequeños nos inculcó en el arte del buen comer, esto es, atiborrándonos de dulces y frutos secos y chocolates ante la grave mirada de nuestra abuela que, asustada, nos amenazaba con un futuro temible dolor de barriga en caso de seguir así. Nos transmitió el arte de la música clásica hasta tal punto de que se han convertido, para mí, en dos elementos inseparables -- no puedo escuchar a, digamos, Tchaikovsky o Chopin sin pensar en él. Su casa estaba llena de CDs y vinilos y cables y artilugios de alta fidelidad; la casa, en el barrio madrileño de Aluche, respiraba música por todos sus rincones polvorientos. Nos ponía películas los fines de semana (grabadas en cintas Betamax directo de Televisión Española) como Superman, Fantasía, Indiana Jones o las de James Bond con Roger Moore, cosa que a mi padre no le hacía tanta gracia por sus frecuentes escenas subiditas de tono. Nos llevaba al parque de atracciones y al cine cada dos por tres y nos compraba juguetes como los del Capitán Planeta o el Vengador Tóxico. En resumen, nos trataba como a reyes a mis hermanos y a mí – ir a casa de mis abuelos paternos los sábados era una aventura, siempre a la espera de descubrir algo nuevo que aprender de mi abuelo.

Matías era una persona con aficiones que han pasado de generación en generación. La fotografía y la música le apasionaban; de no ser por él, mi casa no sería el escenario musical que suele ser todos los días, con cada hermano tocando el violín o el piano o la guitarra a todas horas, o simplemente poniendo música en el iPod a todo volumen, haciendo que mi madre se vuelva loca. Hacía fotos en todo momento, siempre armado con su fiel cámara Nikon. No era una persona que leyese mucho, pues su esencia se encontraba en lo práctico e inmediato. Casi todos los días se iba al Auditorio Nacional, solo o acompañado de mi abuela, a oír un concierto.

El día que Matías murió, una de mis hermanas, que no tendría más de 6 años, irrumpió en mi cuarto, donde dormía con mi hermano pequeño. Nos despertó a los dos entre sollozos y, con la puerta media abierta y la voz entrecortada, lloró ‘Matías se ha muerto’ y se fue corriendo por el pasillo enmoquetado. Por entonces vivíamos en Inglaterra, y la noticia venida desde España en la distancia la teñía de más dolorosa aún. Mi hermano y yo nos miramos fugazmente y nos giramos sobre las camas, mudos por completo.

Esa misma tarde, contaría mi madre años después, mi hermana estaba en el jardín lanzando papeles al aire con palabras escritas, entre la impotencia y las lágrimas. Decía que quería que llegasen al cielo para que Matías los pudiese leer, pero que siempre se caían.