jueves, 28 de octubre de 2010

Inspiración (o falta de)

Por fin apareces donde silencio y penumbra se confunden

Arropada con tu piel de misterio que tu alma tapa

En la oscuridad para mí posas bajo un velo

Y te escribo y te creo con la tinta de los siglos

En las paredes y en los espejos de carnaval

Divina inspiración, inspiración maldita

Vuelve a mi reposo, que ya hace tiempo que estoy solo

Y la armadura se oxida y hace mucho, mucho frío

martes, 19 de octubre de 2010

Escritura Automática (IV)



De nuevo te veo en la plazoleta de neón y madera; mientras los tomistas atómicos se debaten con pulcritud entre el 'ser' y el 'deber ser', el inquilino anodino se rasga las vestiduras, aferrado a un sueño muerto hace tiempo. Desde el balcón imperial los observa Dulcinea con su catalejo de cristal, sonriendo como la Gioconda, aun con menos misterio. A su lado toca el bufón su flauta de bambú, entre confetti y lágrimas de polka, y tú te decides a abandonar los suspiros por ese mito frustrado, esa idea ida al pique. Alguien grita desde lo alto de la Torre Eiffel y sus ecos resuenan en lo profundo del Atlántico. Esperas que no hayas sido tú, y te preguntas por qué la palabra 'capicúa' no es, bueno, capicúa. Yo sólo te digo: intenta dibujar un paisaje con los 3 cólores de un semáforo y verás que puedes prescindir de más de uno.

Es entonces cuando, con determinación, con coraje, y con una cuchara entre oreja y oreja, decides abandonar el trineo que todas las mañanas te llevó al manantial, en la falsa creencia de que así, de un modo u otro, serás capaz de callar los lamentos de saxofón que emanan del radiador. La nieve parece sorbete de fresa, dice el cineasta de la mujer y la pistola; alguien ha derramado sangre, pero el motivo es lo de menos. Por mucho que los islotes apenas sobresalgan de la superficie, la desaprobación de un ignorante es una de las mejores formas de elogio. Atas un ladrillo a tu corazón y te sumerges en las aguas negras, a la espera de que nunca llegues a ver la cara del verdugo, anhelando el mañana que ayer te prometieron.

La gallina (Cuento para niños tontos)


Había una gallina que era idiota. He dicho idiota. Pero era más idiota todavía. Le picaba un mosquito y salía corriendo. Le picaba una avispa y salía corriendo. Le picaba un murciélago y salía corriendo.

Todas las gallinas temen a las zorras. Pero esta gallina quería ser devorada por ellas. Y es que la gallina era una idiota. No era una gallina. Era una idiota.

En las noches de invierno la luna de las aldeas da grandes bofetadas a las gallinas. Unas bofetadas que se sienten por las calles. Da mucha risa. Los curas no podrán comprender nunca por qué son estas bofetadas, pero Dios sí. Y las gallinas también.

Será menester que sepáis todos que Dios es un gran monte VIVO. Tiene una piel de moscas y encima una piel de avispas y encima una piel de golondrinas y encima una piel de lagartos y encima una piel de lombrices y encima una piel de hombres y encima una piel de leopardos y todo. ¿Veis todo? Pues todo y además una piel de gallinas. Esto era lo que no sabía nuestra amiga.

¡Da risa considerar lo simpáticas que son las gallinas! Todas tienen cresta. Todas tienen culo. Todas ponen huevos. ¿Y qué me vais a decir?
La gallina idiota odiaba los huevos. Le gustaban los gallos, es cierto, como les gusta a las manos derechas de las personas esas picaduras de las zarzas o la iniciación del alfilerazo. Pero ella odiaba su propio huevo. Y sin embargo no hay nada más hermoso que un huevo.

Recién sacado de las espigas, todavía caliente, es la perfección de la boca, el párpado y el lóbulo de la oreja. La mejilla caliente de la que acaba de morir. Es el rostro. ¿No lo entendéis? Yo sí. Lo dicen los cuentos japoneses, y algunas mujeres ignorantes también lo saben.

No quiero defender la belleza enjuta del huevo, pero ya que todo el mundo alaba la pulcritud del espejo y la alegría de los que se revuelcan en la hierba, bien está que yo defienda un huevo contra una gallina idiota

Lo voy a decir: una gallina amiga de los hombres.

Una noche, la luna estaba repartiendo bofetadas a las gallinas. El mar y los tejados y las carboneras tenían la misma luz. Una luz donde el abejorro hubiera recibido las flechas de todo el mundo. Nadie dormía. Las gallinas no podían más. Tenían las crestas llenas de escarcha y los piojitos tocaban sus campanillitas eléctricas por el hueco de las bofetadas.

Un gallo se decidió al fin.

La gallina idiota se defendía.

El gallo bailó tres veces pero los gallos no saben enhebrar bien las agujas.

Tocaron las campanas de las torres porque tenían que tocar, y los cauces y los corredores y los que juegan al gol se pusieron tres veces morados y tintineantes. Empezó la lucha.

Gallo listo. Gallina idiota. Gallina lista. Gallo idiota. Listos los dos. Los dos idiotas. Gallo listo. Gallina idiota.

Luchaban. Luchaban. Luchaban. Así toda la noche. Y diez. Y veinte. Y un año. Y diez. Y siempre.

Federico García Lorca. 1934

lunes, 18 de octubre de 2010

Lookin' for the blues

Os dejo con el último corto de mi hermano, un proyecto que ha hecho en la North Carolina University. Es un documental sobre un cantante de blues local que desapareció bajo misteriosas circunstancias sin dejar rastro.

Resulta que el pobre era ciego, fue criado por una familia de negros (sus padres biológicos eran oftalmólogos profesionales y le abandonaron creyendo que debido a él no atraerían más clientes), y al darse cuenta de que no era negro, sino blanco, su mundo se vino abajo. Y se esfumó -- nadie sabe nada de él.

Merece la pena; está en inglés, por cierto.

sábado, 16 de octubre de 2010

Lulu, ¿te acuerdas?



Lulu, ¿te acuerdas? Dijiste 'let's go for a drink' al Orient Express, y eso hicimos, y así empezó todo. Tú, dos Desperados; yo, dos (o tres) ron-colas.

Lulu, ¿te acuerdas? Fuimos al cine a ver New York, I Love You y volvimos pensando en sus dispersas historias de amor mientras caminábamos por el Parque Yamaguchi.

Lulu, ¿te acuerdas? Los exámenes estaban a punto de terminar y fuimos a comprar tabaco una tarde de invierno; el campus estaba cubierto de blanco y hacía mucho frío.

Lulu, ¿te acuerdas? Te llamé desesperado porque no tenía disfraz para la fiesta, y me dejaste tus gafas Ray-Ban de pseudo-intelectual para que me las conjuntase con el jersey negro de cuello alto.

Lulu, ¿te acuerdas? Sentados fuera del colegio mayor, hablábamos y arrancábamos hierba y nos la tirábamos el uno al otro. Me hiciste una foto y se la enviaste a Bernardo.

Lulu, ¿te acuerdas? En verano, mientras dormías la siesta, yo tocaba la guitarra en la terraza.

Lulu, ¿te acuerdas? Siempre estábamos en contacto: de Pamplona a Pamplona; de Madrid a Guayaquil; de Viena a París; de San Salvador a Guayaquil; y ahora, de Chicago a Pamplona.

¿Te acuerdas, Lulu? Me dijiste 'Escribe sobre mí', y eso he hecho. Sólo me queda enviarte la carta que te prometí.

martes, 12 de octubre de 2010

Las palabras y la música



Alguien dijo que escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura. La cita se ha repetido hasta la saciedad, y lo gracioso es que su autoría es objeto de numerosas discusiones -- unos se la atribuyen a Elvis Costello, otros a Frank Zappa, otros al humorista Martin Mull. Como analogía, aparte de ingeniosa, tiene bastante sentido: es incoherente explicar un arte a través del uso de otro arte totalmente distinto. ¿O no?

La música consiste en notas y silencios, y estos, a su vez, producen sentimientos en el que escucha. Los sentimientos son imposibles de explicar con sentimientos, con lo cual hemos de valernos de algo que los pueda hacer justicia en mayor o menor medida. En ciertos casos pienso que las palabras son, dentro de sus limitaciones, el mejor medio.

Explosions in the Sky son un grupo instrumental, prototipo del género llamado 'post-rock'. Su álbum más célebre se titula The Earth Is Not a Cold Dead Place, de 2003. La primera canción del disco, 'First Breath After Coma' es una increíble pieza de 9 minutos que le deja a uno exhausto.

Comienza con una tenue nota de guitarra eléctrica, que se repite una y otra vez, entrando y saliendo, entrando y saliendo, emulando a las ondas de un electrocardiograma. Poco después entra en escena el bombo de la batería con un pulso constante, como si de un corazón se tratara, al que se le suma una segunda guitarra con una melodia lentamente ascendiente, mientras el ritmo va creciendo y la percusión adquiere una intensidad contenida, marcada por lánguidas notas de bajo.

Y de repente adquiere protagonismo de nuevo la guitarra, acompañada por percusión digna de una marcha trunfal, y todos los instrumentos se solapan y se produce el despertar en un momento cataclísmico de belleza incontenible. Como una explosión épica de algo que no podía estar quieto más tiempo, así el paciente se despierta después del letargo -- es el first breath after coma del título de la canción, el éxtasis ansiado tras una interminable espera. Y las guitarras se entrelazan entre sí y todo sube y sube y sube.

En un crescendo de emociones el ritmo se acelera y continúa sin cesar, tras el cual el tempo se altera y todo parece pausar durante un instante, vuelve la calma y el silencio, con matices de fondo que parecen señalar una tormenta venidera. De súbito, todo parece bañado en un sentimiento de melancolía y tristeza; regresan los tambores con insistencia intermitente, y la melodía continúa con lentitud hasta ser atrapada en una catarsis de distorsión, y la canción termina.

Es música que le hace a uno sentirse vulnerable, música melancólica y tremendamente bella, poesía sin necesidad de palabras. Quizá lo mejor sea que escuchéis por vosotros mismos:




lunes, 11 de octubre de 2010

I did something I can't undo


Con frecuencia se suele oír a famosos decir que no se arrepienten de nada, e impulsivamente uno piensa que el portavoz de tan fulminante afirmación o es un hipócrita, o un soberbio empedernido, o, quizá incluso, que simplemente no tiene conciencia (o no es consciente de que la tiene). O quizá sea una manera de hablar, una simple expresión -- pero si así es de verdad, entonces no queda claro el contenido exacto de lo que quieren transmitir. Personalmente, que uno declare no arrepentirse de nada es como tirar piedras sobre el propio tejado; como mínimo, uno se pregunta si llegará el momento en que se arrepientan de decir tal estupidez.

Decir que uno no se arrepiente de nada equivale a proclamarse Don Perfecto. Y es que el arrepentimiento es algo esencial – no tanto las cosas por las que nos arrepentimos – en el camino de la vida; supone un aprender de nuestros errores, sabiendo lo que se ha hecho, se pueda remediar o no, y emergiendo con la firme voluntad de que no vuelva pasar. Es sobre todo un elemento que nos ayuda a conocernos más a fondo, precisamente porque uno aprende más de sus defectos que de sus virtudes.

Siempre ayuda a perfilar nuestra radiografía del alma, tomando como base un acto de humildad donde el reconocimiento de que podemos hacer las cosas mal, y de hecho las hacemos, es presupuesto indispensable. Podemos sentir más o menos culpa por lo hecho, pero lo verdaderamente fundamental es decidirse a levantarse nada más producido el traspié. Se trata de reflexionar sobre la acción propia, sin hurgar en la herida ofuscadamente, y mirar hacia adelante con férrea determinación. No es sufrir innecesariamente sobre algo ya pasado; es evitar sufrir por algo que puede volver a pasar. Ya lo dijo Scheler: «El arrepentimiento es la poderosa fuerza de autorregeneración del mundo moral que opera contra su continuo entumecimiento. [...] mira hacia atrás con una mirada llorosa, pero sin embargo actúa alegre y poderoso hacia el futuro, hacia la renovación, hacia la liberación de la muerte moral».

viernes, 8 de octubre de 2010

La importancia de los clásicos



En tiempos de penuria o indecisión intelectual, muchas veces la única escapatoria parece residir en los clásicos. No sé dónde lo leí o quién me lo dijo, pero aquella persona o personaje decía que únicamente leía libros de autores fallecidos. Lo que inicialmente puede parecer una declaración propia de un snob sin escrúpulos tiene también su sentido: a fin de cuentas, es una gran manera de seleccionar qué leer y qué no leer. El tiempo es el filtro por excelencia y nos hace el gran favor de separar el trigo de la cizaña. Con mayor o menor acierto, actúa como juez neutral sobre la verdadera calidad o importancia de algo.

La razón es simple. Tan fácil es dejarse llevar por modas pasajeras en las que la mediocridad de algún producto se explote que resulta casi inevitable no unirse a los demás en su alabanza de algo mediocre; lo malo o lo simplemente regular se convierte, por tanto, en objeto de veneración ciega por parte de las masas. Y es que cuando uno se acostumbra a la mediocridad la consecuencia lógica es que sólo sea esta la que consiga satisfacerle a uno. Si algo se separa de ella o de unos ínfimos cánones predeterminados, automáticamente se rechaza por ser 'diferente'.

Así, sin unos cimientos fiables se pierde sensibilidad (o sencillamente ni se adquiere), con lo que cualquier cosa -- sea un libro, una obra de arte, una película -- es capaz de impresionar con un mínimo de estética bien posicionada para que el lector/espectador pasivo se vea plenamente satisfecho. Los clásicos siempre están ahí para decirnos: aquí estoy yo. Nos proporcionan unos fundamentos muchas veces necesarios para saber discernir lo bueno de lo meramente oportuno.

Por tanto, el que el libro de un autor ya fallecido se siga leyendo en nuestros días es, cuanto menos, indicativo. Evidentemente no puede tomarse como máxima infalible, ni como criterio único para decidir por dónde proseguir el camino intelectual, pero es indudable que si hoy en día seguimos leyendo a Shakespeare, Dostoyevski o Lorca es por algún motivo. No tanto por su habilidad como escritores, que también, sino esencialmente por su relevancia atemporal. Si hay algún rasgo que defina la atemporalidad de estos es sus reflexiones o comentarios sobre el ser humano; leerlos, por tanto, nos hace más humanos a nosotros los lectores.

Esto entronca con la definición que hizo Italo Calvino de un clásico: un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir. Su riqueza temática es incontenible y se presta a más de una lectura; por ello, "los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir 'Estoy releyendo...' y nunca 'Estoy leyendo...'. Mark Twain, por su parte, escribió que un clásico es un libro que la gente elogia pero no lee. Si hay un tinte de negatividad en su manera de expresar las cosas, se debe sin duda a lo fácil que es acomodarse respecto a un clásico: los damos por hecho de manera equivocada, simplemente por su estatus, y esto es un gran error. ¿Cuántos españoles de verdad han leído El Quijote en su integridad? ¿Y cuántos de ellos lo hicieron de manera voluntaria, es decir, sin el profesor detrás de ellos continuamente? Muchas veces se cita el 'Ser o no ser' de Hamlet, y sin embargo ¿quién de verdad se molesta en leerlo?

No es malo que la gente conozca pero no lea los clásicos, ni mucho menos --de hecho es preferible a que ni los conozcan. Y, por otro lado, leer los clásicos no presupone ceñirse a ellos de modo empedirnido, desechando todo lo actual o 'moderno'. Al revés, más bien. Quien diga que hoy en día no se escribe buena literatura, o que no se hace buen cine, o que no hay música 'como lo de antes' es un engañado. Se trata, en último término, de actuar con criterio e interés. Quien tenga inquietudes intelectuales de verdad encontrará los ansiado. Y si no, pues el tiempo dirá seguramente, enseñándonos con más o menos fiabilidad por dónde van los tiros. En cualquier caso, siempre nos quedarán los clásicos como fuente de calidad, conocimiento y, ante todo, humanidad.