El autobús no salía hasta pasado una hora, con lo que me fui al Café Van Gogh para hacer tiempo. Está en pleno corazón de Moncloa y siempre me ha gustado el sitio. Me senté en una de las mesas de fumadores y me puse a leer uno de los libros que me compré esa tarde. (Let the Great World Spin, de Collum McCann). Sí, todo tan típicamente bohemio.
A la mitad del café con leche se sentó a mi derecha un grupo de cuatro: una mujer y tres hombres. El más cercano a mí era un hombre grande y gordinflón moreno, elegantemente vestido de negro y con zapatos puntiagudos y relucientes. Al sentarse noté cómo entre sus brazos se aferraba a un estuche de instrumento que, me di cuenta, resultó ser un cello. A su izquierda había un hombre mayor y canoso, con una sonrisa afable y un más que considerable parecido a Dustin Hoffman. Delante de ellos dos, el hombre y la mujer restantes, en los que apenas me fijé.
Seguía inmiscuido en mi libro, pero la conversación que se dio entre los cuatro no pude evitar escuchar. El hombre de negro, de Cuba, era el que tomaba los mandos. Hablaba con un entusiasmo sin parangón sobre el milagro de la música. Para él, la verdadera libertad estaba en aquellos preciosos momentos en que él cogía su instrumento y se ponía a tocar. Habló sin parar sobre la ópera, sobre cómo podría estar toda su vida haciendo lo mismo y ser feliz, sobre la diferencias sonoras entre un violín y un cello. Lo que más me impresionó fue ese frenesí suyo, esa emoción incontenible e inconcebible que surgía en él al hablar de la música. Verdaderamente, fue un encuentro trascendente. Los otros tres se limitaban a intervenciones puntuales, hablando sobre tal concierto o Plácido Domingo, pero sobre todo a sonreír. Era un hombre tan exaltado por lo que hacía que oírle hablar sobre ello era una delicia. Mientras lo hacía, fumaba sus Dunhill con una parsimonia envidiable.
Poco después, cuando creía que no podía mejorar el tema, apareció del fondo del bar un hombre con gafas, medio calvo, con pelo largo y gris y bigote. Se abrazó con el cellista cubano efusivamente, entre risas. Tenía una voz increíble, adulzada pero portentosa. Se autodescribía como 'anarquista' y dijo cosas como 'En esta vida es imposible que uno sea coherente consigo mismo'. Parece que era un cantante, aunque no sé de qué tipo, ya que comentó 'Hoy en día canto donde sea, allá donde me quieran y donde me dé la gana'. Su personalidad era demasiado atrayente, era algo así (según pude percibir) como un solitario antisistema que se dedicaba, de nuevo, a la música con todo su fervor. Y eso era lo único que le importaba, su única razón de ser. Era venezolano y, como el cubano, fue muy crítico con la situación de su país. Aun así, dijo, 'La libertad está en nosotros, está en todas partes'.
Cosas como estas siempre me dejan marcado -- para bien, por supuesto. Ante todo, me dan mucho que pensar. Toda esa gente, ahí fuera, tan característica e increíble y apasionada que no conocemos. O que creemos haber conocido, de algún modo, aunque sea entre las líneas de un libro y casi sin que ellos se den cuenta.
A la mitad del café con leche se sentó a mi derecha un grupo de cuatro: una mujer y tres hombres. El más cercano a mí era un hombre grande y gordinflón moreno, elegantemente vestido de negro y con zapatos puntiagudos y relucientes. Al sentarse noté cómo entre sus brazos se aferraba a un estuche de instrumento que, me di cuenta, resultó ser un cello. A su izquierda había un hombre mayor y canoso, con una sonrisa afable y un más que considerable parecido a Dustin Hoffman. Delante de ellos dos, el hombre y la mujer restantes, en los que apenas me fijé.
Seguía inmiscuido en mi libro, pero la conversación que se dio entre los cuatro no pude evitar escuchar. El hombre de negro, de Cuba, era el que tomaba los mandos. Hablaba con un entusiasmo sin parangón sobre el milagro de la música. Para él, la verdadera libertad estaba en aquellos preciosos momentos en que él cogía su instrumento y se ponía a tocar. Habló sin parar sobre la ópera, sobre cómo podría estar toda su vida haciendo lo mismo y ser feliz, sobre la diferencias sonoras entre un violín y un cello. Lo que más me impresionó fue ese frenesí suyo, esa emoción incontenible e inconcebible que surgía en él al hablar de la música. Verdaderamente, fue un encuentro trascendente. Los otros tres se limitaban a intervenciones puntuales, hablando sobre tal concierto o Plácido Domingo, pero sobre todo a sonreír. Era un hombre tan exaltado por lo que hacía que oírle hablar sobre ello era una delicia. Mientras lo hacía, fumaba sus Dunhill con una parsimonia envidiable.
Poco después, cuando creía que no podía mejorar el tema, apareció del fondo del bar un hombre con gafas, medio calvo, con pelo largo y gris y bigote. Se abrazó con el cellista cubano efusivamente, entre risas. Tenía una voz increíble, adulzada pero portentosa. Se autodescribía como 'anarquista' y dijo cosas como 'En esta vida es imposible que uno sea coherente consigo mismo'. Parece que era un cantante, aunque no sé de qué tipo, ya que comentó 'Hoy en día canto donde sea, allá donde me quieran y donde me dé la gana'. Su personalidad era demasiado atrayente, era algo así (según pude percibir) como un solitario antisistema que se dedicaba, de nuevo, a la música con todo su fervor. Y eso era lo único que le importaba, su única razón de ser. Era venezolano y, como el cubano, fue muy crítico con la situación de su país. Aun así, dijo, 'La libertad está en nosotros, está en todas partes'.
Cosas como estas siempre me dejan marcado -- para bien, por supuesto. Ante todo, me dan mucho que pensar. Toda esa gente, ahí fuera, tan característica e increíble y apasionada que no conocemos. O que creemos haber conocido, de algún modo, aunque sea entre las líneas de un libro y casi sin que ellos se den cuenta.